El pasado viernes se jugó la final de la Copa del
Rey. Para los amantes del fútbol, entre los que me incluyo, es un partido
realmente atractivo, bueno, en realidad cualquier final lo es; pero esta tiene
un no sé qué que la convierte en algo único, especial. En esta ocasión el circo
político y mediático también ha querido tomar parte caldeando ánimos y
provocando, como no podía ser de otro modo, un motivo más para remarcar
diferencias y resaltar odios enquistados.
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El príncipe al comienzo del himno-pitada |
Días antes, a modo de calentamiento, los extremistas
de turno animaban a los seguidores a pitar y abuchear el himno que siempre
inaugura la final. Por supuesto, la pitada también tendría que ir dedicada al
príncipe, que sería el encargado de presidir el partido en sustitución de su
padre, que no está físicamente (y no sé si anímicamente) para aguantar una
final de fútbol y una pataleta antimonárquica por el mismo precio.
El caso es que rápidamente el periodismo, tanto
político como deportivo, se apresuró a recoger la noticia magnificándola y
rellenando tiempo y titulares con el asunto, en vez de ignorarla y restarle
importancia. De este modo, lo que no habría sido más que una anécdota que
oscila entre el mal gusto y la falta de educación, se convirtió en un asunto de
dimensiones extradeportivas. Y ahí es donde los políticos, ansiosos siempre de
figurar como sea y donde sea, se animaron a participar, encabezados, como no
podía ser de otro modo por la presidenta de mi Comunidad, Esperanza Aguirre,
experta en meterse en todo tipo de jardines y que suele confundir la
campechanía con la falta de tacto.
Lógicamente, las declaraciones de Aguirre, en las
que proponía la suspensión del partido si se producía la pitada, fueron
seguidas de una cascada de réplicas y contrarréplicas que encendieron más los
ánimos y que los medios ávidamente iban recogiendo y amplificando oportunamente.
De nuevo la bola de nieve mediática en funcionamiento. Y así hemos tenido
entretenimiento en los últimos días, mientras tanto pasaban a un segundo plano
los tejemanejes infames de Bankia y asuntos de similar cariz. Pero claro, lo
importante era si en el partido de marras se pitaba mucho o poco, más o menos
fuerte. Y nosotros, como las marionetas teledirigidas que somos, nos entregamos
con entusiasmo a opinar sobre los pitos y flautas.
En este debate ficticio se introdujo un interesante
concepto y es el de la libertad de expresión. Aguirre argumentaba que había
hecho esas declaraciones amparándose en su derecho a expresarse libremente; por
su parte el presidente del F.C. Barcelona Sandro Rosell, más que opinar,
animaba a pitar a quienes quisiesen hacerlo pues estarían ejerciendo su derecho
de libre expresión.
En el fondo, a mi me parece que esto es más una
cuestión de respeto y educación, en definitiva, de convivencia. La bandera y el
jefe de estado, de cualquier estado, representan al país del que provienen, y en
la inmensa mayoría de los países civilizados, se suelen respetar dichos
símbolos. Más que por una cuestión de simpatías y afinidades, se trata de
civilización. En los países occidentales normalmente las personas suelen
enorgullecerse de sus símbolos, atrévete a quemar una bandera estadounidense en
Estados Unidos y verás lo que te pasa, no ya sólo legalmente. Curiosamente
España es un país atípico hasta para eso, respetan más nuestros símbolos
nacionales los de fuera que los de dentro. Así somos.
Me llamó poderosamente la atención ver en las pasada
campaña electoral francesa, como los seguidores de cualquiera de los partidos
enarbolaban sin complejos su bandera, independientemente de la ideología. Otro
tanto pasa en cualquier otro país. Aquí no, aquí existe una especie de miedo a
portar una bandera española, que sólo se supera en determinados acontecimientos
deportivos.
En la final de la UEFA, o como se llame ahora, me
senté en casa a ver el partido y pensaba yo: ¿Cómo voy a distinguir a los
seguidores de mi Atleti (de Madrid) si ambos equipos tienen una camiseta
similar? Pero no tuve ningún problema, si bien los seguidores de los dos
Atletis llevaban los mismos colores, la distinción de banderas marcaba claramente
los territorios. Si viste el partido, ya sabes de lo que hablo.
Curiosamente esta fobia antibandera, que muchos
achacan al recuerdo del franquismo, es inversamente proporcional a la edad del
fóbico, es decir, cuanto más joven más odio. Algo totalmente delirante si
tenemos en cuenta que son personas que han nacido en la Democracia y que lo que
conocen del franquismo es por referencias, no por experiencia propia. Así que
algo que debería estar más que superado, parece ser que está muy presente.
Hecho curioso y digno de estudio: cómo la propaganda interesada puede moldear
de tal manera una mente joven implantando en ella un odio totalmente artificial.
Pero no me quiero desviar del tema (¡aunque da para
tanto!) y prefiero centrarme en el partido de la final de la Copa del Rey. Ya
sabes que no siento demasiada simpatía ni por la monarquía ni por la familia
real y especialmente el príncipe Felipe me cae bastante mal. Pero respeto lo
que representa, la jefatura del estado, y sobre todo le respeto como persona, porque
muchas veces olvidamos que detrás de un cargo hay un ser humano. Y en cuanto a
la bandera y el himno, tres cuartos de lo mismo, son símbolos de un país,
concretamente el mío, por lo que me merecen igual consideración.
Aunque reconozco que me hizo gracia la cancioncilla
que en el segundo tiempo dedicaron al padre del príncipe: “Un elefante se
balanceaba sobre la tela de una araña…” (No me digas que, además de mala leche,
no tiene su gracia). Lo de los pitidos me pareció lamentable y no puedo evitar
preguntarme si la pitada habría sido menos sonora si los políticos y los
periodistas no se hubiesen dedicado a alimentar la hoguera. ¿Cuándo madurará
este país?
A veces pienso que ese carácter tan cerril propio
del nacionalismo más radical impide al que lo padece disfrutar de lo lúdico,
pues siempre tiene que teñir todo con sus fobias y prejuicios, hasta tal punto
que no son capaces de aparcar por un par de horas sus odios para recrearse en
algo tan festivo y emocionante como es una final de fútbol. Visto así, dan
lástima. En fin, peor para ellos, y un suspenso para los políticos y
periodistas que se han empeñado en alimentar la hoguera.
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