C ha sufrido a lo largo de su vida varias huelgas, de todo tipo. Pero para ella resulta muy difícil olvidar la huelga de los trabajadores del metro de Madrid del año 1991 en la que, los supuestos defensores de los trabajadores, perjudicaron al resto de trabajadores o a los que, como en el caso de C, aspiraban a serlo. Ese día C tenía la enésima entrevista de trabajo. Terminaba sus estudios ese año y su perspectiva laboral era nula. Así que había empezado a moverse con la esperanza de conseguir algo antes de acabar la carrera.
Una conocida la había proporcionado el teléfono de una empresa que necesitaba cubrir varios puestos de trabajo que guardaban cierta relación con lo que C estaba estudiando (Magisterio), se trataba de revisar material didáctico y, sorpresa increíble, no exigían experiencia. C concertó una entrevista y el día señalado se fue a Madrid (C vive en un pueblo de la sierra oeste madrileña) hecha un brazo de mar, con las respuestas preparadísimas y absolutamente convencida de que iba a lograr el puesto. Varios compañeros habían hecho ya la entrevista y sabía por ellos como transcurriría la misma. Estaba sobre aviso de lo que iba a encontrar.
Sabía que había huelga de transportes, así que se fue con tiempo de sobra para no tener problemas, pues contaba con los servicios mínimos. Cuando llegó a Madrid se dio cuenta de que algo pasaba. Una muchedumbre abarrotaba los accesos a la estación de metro de Moncloa. C había llegado dispuesta a meterse en el primer vagón que pasase aunque le fuera la vida en ello, como es de suponer que habían pensado los otros pasajeros, cada uno con su historia, cada uno con sus motivos. Pero era imposible entrar. Preguntó a varias personas qué estaba pasando. La respuesta fue que no había servicios mínimos. Es decir: No funcionaba el metro.
Horrorizada intentó tomar un autobús, pero era imposible las colas eran inmensas, el tráfico infernal y de pronto C empezó a sentir pánico: No llegaría a la entrevista. La empresa estaba situada prácticamente en la otra punta de Madrid, necesitaría combinar varios autobuses para poder llegar. Desesperada trató de coger un taxi, no sabía si llevaría el dinero suficiente, pero tenía que intentarlo, por lo menos que la dejara a mitad de camino, todavía tenía tiempo. Misión imposible, la parada de taxis de Moncloa estaba tan abarrotada como la de los autobuses.
El tiempo corría, así que había que hacer algo. C decidió que empezaría a andar. Quizás, una vez que se alejarse de una zona tan abarrotada como Moncloa (zona de recepción de todos los pasajeros del oeste de Madrid), podría subirse a un autobús o por lo menos encontraría un taxi libre. Desoyendo los quejidos de sus pies, embutidos en sus zapatitos de tacón reservados para ocasiones especiales, C emprendió la marcha. Pero Madrid no era una ciudad pensada para los peatones, los semáforos ralentizaban el paso, había que zigzaguear para cruzar algunas calles, sumado eso al atuendo tan poco deportivo de C, las sempiternas obras en las calles y los apiñamientos de personas en las paradas de autobuses que obstruían las aceras, la caminata que C emprendió con tanta decisión, se convirtió en una auténtica tortura improductiva.
Al tiempo que andaba, C buscaba con la mirada alguna cabina para poder llamar al entrevistador y pedirle que retrasara la hora de la entrevista. Pero las pocas cabinas que encontró, o estaban destrozadas o presentaban similares colas de desesperados trabajadores aguardando su turno para justificarse. Entró en un par de bares que encontró en el camino pero la situación era la misma. Así que optó por no perder más tiempo y llegar como fuera al lugar de destino.
El reloj era la liebre, mientras C la tortuga. Los autobuses y taxis atrapados en el tráfico infernal, eran una opción cada vez menos viable. C seguía andando, se negaba a tirar la toalla. Era incapaz de comprender cómo podía ser que una serie de trabajadores, para reivindicar sus derechos, dañara los de otros trabajadores, o de aquellos que como ella, intentaban ingresar en la vida laboral.
C consiguió llegar a las oficinas de la empresa, dos horas y media después de la hora fijada, pero había llegado. Con la ingenuidad de la edad, 22 años cumplidos pocos días atrás, pensó que una vez que contase lo que había sucedido, el entrevistador se mostraría comprensivo con la situación, quién sabe si no habría tenido problemas como ella para llegar a su puesto de trabajo. Incluso fantaseó con la posibilidad de que contara como un punto a su favor el hecho de que, aún con las dificultades con las que se había encontrado, había hecho todo lo posible por no faltar a su cita. Ese pensamiento infundió un ánimo renovado en ella.
Así que C entró en las oficinas con paso resuelto, con el pelo pegado a la cara por el sudor, al igual que el vestido que su hermana mayor la había prestado para la ocasión, los pies destrozados y agotada, pero satisfecha de sí misma. El primer jarro de agua fría llegó con la despectiva mirada de la recepcionista. Cuando C explicó que tenía una cita y los motivos de su retraso, la recepcionista se limitó a espetar un seco: “Haberlo previsto”. Aún así, descolgó el teléfono y mantuvo una breve conversación en voz baja de la que C no pudo captar más que palabras sueltas.
Sorprendentemente, la recepcionista la hizo pasar al despacho del entrevistador. Mejor que no lo hubiese hecho. C suspiró aliviada, pero la entrevista no se llegó a producir. El entrevistador no sólo no se mostró impresionado por la “hazaña” de C, sino que la hizo saber la mala impresión que le había producido su retraso, aunque C protestó débilmente arguyendo que había llegado a Madrid con tiempo pero la huelga salvaje había provocado su retraso, el entrevistador no admitió ninguna excusa, argumentando que la huelga estaba anunciada y que C debería haber contado con la posibilidad de no tener medios de transporte. La despidió de forma terminante, las entrevistas se habían cerrado ya, ahora empezaba la siguiente fase de selección de los entrevistados. Antes de irse, tal vez el entrevistador sintió una pizca de lástima, y dio a C un consejo: “Nunca cuentes con los servicios mínimos de una huelga, pues estos se pueden vulnerar como ha pasado en esta ocasión. Cuando haya una huelga ponte en lo peor, piensa que los servicios mínimos serán cero y así no podrás confundirte”.
C emprendió el camino de vuelta. En esta ocasión tardó menos en llegar, fue a la estación de la RENFE más cercana. Se habían anunciado servicios mínimos y ella ni por lo más remoto había pensado que no se fuesen a cumplir, con todo el candor del mundo, su mente no había contemplado dicha posibilidad. En su pueblo no hay estación de tren, pero sí hay en el pueblo vecino, si hubiese sabido que los servicios mínimos podían incumplirse, habría ido en tren hasta Madrid con tiempo y en una hora aproximadamente habría llegado andando hasta el lugar de la entrevista.
C supo que la inmensa mayoría de sus compañeros que hicieron la entrevista fueron admitidos. Tenía unas notas más que decentes, llevaba los cursos al corriente (se jugaba la beca en ello) y nada hacía pensar que ese curso que en pocos meses terminaría, no fuese a aprobarlo. C terminó ese año su carrera y tuvo que esperar hasta el año 1994 para encontrar un empleo medianamente decente, hasta entonces sobrevivía con trabajillos esporádicos, haciendo cualquier cosa por poco dinero.
C nunca sabrá si ese día perdió un trabajo, su primer trabajo y la oportunidad de introducirse en una carrera profesional que guardaba cierta afinidad a sus estudios. Tal vez sí, tal vez no. Una huelga salvaje la birló la oportunidad de saberlo.
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