A lo largo de nuestra vida, suceden determinados acontecimientos que marcan un antes y después, que forjan nuestro carácter, que cambian la forma de sentir y percibir el mundo y todo lo que nos rodea. Uno de esos momentos lo viví cuando tenía 13 años, concretamente en el verano de 1982. Conocí a una persona que, sin proponérselo, me dio una lección impecable de lo que es el respeto a los demás y la verdadera tolerancia.
Era la bisabuela de una amiga, o más bien una conocida. Para mí, que prácticamente no conocí a ninguno de mis abuelos, me parecía absolutamente fascinante tener una bisabuela. Se trataba de una mujer menuda y muy arrugadita, que vestía completamente de negro y recogía su pelo casi blanco en lo alto de la nuca con un diminuto moño. Ese tipo de señora mayor que ya apenas se ve, pero que en aquella época y en un pueblo como el mío, era de lo más común.
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Terrible imagen de la calle del Pez (Madrid) durante la Guerra Civil |
Era una persona vitalista y locuaz que nos divertía cantando canciones de su época, relatando anécdotas que reflejaban una forma de vivir que nos parecía increíble para nuestra mentalidad. Demasiados años de diferencia. Un día nos habló de sus hijos mayores. Una de las historias más tristes y dolorosas que yo jamás he oído. Si me permites, me gustaría contártela, como homenaje a ella y a sus hijos, con la esperanza, por lo que veo bastante ingenua, de mostrar un punto de vista distinto a los dos tradicionales de la maldita, la desgraciada Guerra Civil.
Se quedó viuda siendo joven con seis hijos a su cargo. Era una familia pobre, mucho, no tenían ni para cubrir las necesidades básicas, no me refiero a las necesidades básicas de hoy: luz, agua caliente, gas, gasolina, viajes, ropa, comidas y cenas en restaurantes, gimnasio, etc. No, hablo de verdaderas necesidades: pan, agua y un techo bajo el que resguardarse. Las cosas antes no eran como ahora, y menos en un pueblecito como este; no había subvenciones ni nada que se pareciese; la gente se buscaba la vida y el campo era especialmente duro, se vivía con un ojo en la tierra y el otro en el cielo, en cuestión de segundos se podía venir abajo todo el trabajo del año. Así que los hijos mayores tuvieron que salir del pueblo para intentar ganarse el pan.
Siento no poder ofrecer muchos datos. Cuando yo oí esta historia tenía 13 años, no me interesaba la exactitud de los hechos, sino la historia en sí. Por lo tanto no recuerdo cuál fue el destino de cada uno de los muchachos, creo recordar que uno de ellos acabó en Zaragoza, pero como no estoy segura, prefiero obviar el dato puesto que hay altas probabilidades de que sea falso. Da igual, el caso es que ambos consiguieron colocación, uno en el campo, otro en una fábrica en la ciudad. Y, un tiempo después, estalló la Guerra Civil. España se desgarró en dos desiguales fracciones y cada uno de los chicos se vio sorprendido por el conflicto en una zona. Ninguno eligió un bando u otro, simplemente estaban dónde estaban.
La madre recalcó que sus hijos no sabían de ideologías, ni de política, de hecho, por no saber no sabían ni leer ni escribir, desde niños lo único que habían conocido era el campo y el ganado. Sólo eso. Provenían de un pueblo que vivía de la tierra y el ganado, concretamente, las vacas, y su familia era de las más pobres.
Ninguno de ellos volvió a casa. Uno murió a los pocos meses de comenzar la guerra, el otro bastante después. La madre no pudo enterrar a sus hijos. Las cosas en aquel tiempo no eran como ahora y sus cadáveres nunca fueron devueltos a la familia. Y acabó la guerra. Entonces se encontró convertida en la madre de un héroe, sí, pero también de un villano. Esos hijos que lucharon por una causa que seguramente no entendían y no les importaba lo más mínimo, se habían transformado, de la noche a la mañana, en enemigos irreconciliables por una mera cuestión geográfica, estaba el uno allí y el otro allá, y eso marcó su destino, no pudieron elegir. Nadie les preguntó, nadie se molestó en pedir su opinión. ¡Si ellos sólo querían comer!
La madre solamente sabía una cosa, y es que había perdido a sus dos hijos. Para su sorpresa, debía enorgullecerse de uno y avergonzarse del otro. Increíble, pero así era.
Pasaron los años, la madre conservó su dolor intacto, nunca entendió lo que había pasado, pero no había rastro de rencor en ella. Ese vacío, esa ausencia, la acompañó hasta el final de sus días. No podía odiar a “rojos” o a “nacionales”, porque había perdido a dos hijos, uno en cada uno de los bandos. Ella perdió, simplemente perdió. Y llegó la democracia, la reconciliación, el acuerdo tácito de mirar hacia adelante y superar el pasado. La madre, vivió sus últimos años agradecida puesto que, por fin, sus dos hijos se igualaban, eran simplemente dos jóvenes que participaron de forma obligada en una guerra desgraciada. Ya no era la madre del héroe y del canalla, era nada más una madre que cada día, a medida que sabía que se acercaba a su final, tenía más presentes a sus dos hijos.
La historia me conmovió de una manera increíble. No era la biografía de un personaje famoso y popular, era historia real, viva, de una persona normal y común, como tú y como yo. Era el relato de una madre que había sufrido en primera persona las consecuencias del odio y la sin razón; que creía de todo corazón que tanto dolor inútil había sido superado y que estaba absolutamente convencida de que nunca más los españoles nos volveríamos unos contra otros para matarnos. Tenía el pleno convencimiento, de verdad, de que las personas habían aprendido la lección y que el respeto y el espíritu de conciliación que se respiraba en la época de la transición serían permanentes.
La madre murió hace muchos años, y me conforta saber que no ha llegado a ver como la supuesta conciliación quedó en agua de borrajas, que de nuevo España se vuelve a polarizar en dos bandos enfrentados. Me llena de alivio saber, también, que la madre no ha vivido lo suficiente como para ver que, de nuevo, uno de sus hijos es un héroe y el otro un villano. Solo que en esta ocasión los papeles se han intercambiado. Sus hijos han dejado de ser dos muchachos que se vieron obligados a tomar parte de una absurda y cruel guerra, que nunca entendieron y que probablemente nunca, por más que se lo explicasen, habrían podido entender, para volver a ser enemigos irreconciliables.
Perdí la pista de esta amiga, o mejor dicho, conocida. No recuerdo el nombre de su bisabuela, mucho menos el de sus dos hijos. De verdad que lo siento. Pero la historia sigue viva en mí. Tal vez esta madre, esté donde esté ahora, se complazca en saber que hay alguien que no ha olvidado en absoluto su sufrimiento, que aprendió, gracias a ella, a mirar hacia adelante. Es por ella que aprendí que el rencor no sirve de nada, que todo enfrentamiento tiene sus dos caras, sus dos versiones, y que no es justo aferrarse a una parte para desechar la otra. Que una guerra jamás, jamás, es cuestión de vencedores y vencidos, porque todos los que participan, voluntaria o involuntariamente pierden. Y que el odio nunca puede servir para cimentar nada, puesto que es la base más frágil de cuantas existen si es que se quiere construir algo. La violencia nunca debería estar justificada, por ninguna ideología, no debería haber excusas.
Me gustaría explicar a esta madre, que hemos aprendido la lección, que nunca más volveremos a cometer el mismo error. Que hemos aprendido, que somos mejores. Pero, a día de hoy, me temo que no sería cierto. Y estamos, de nuevo, cayendo en lo mismo: Los buenos y los malos. Un extremo y su opuesto. Lo siento, madre, esto es lo que hay. Mientras existan unos pocos que se beneficien del odio de unos muchos, no podremos hacer nada.
Tal vez tanto rencor cesaría si fuésemos capaces de entender que en esa guerra no se enfrentaron unos cuantos millones de españoles contra los millones restantes, sino que, como en casi todos los conflictos que se han dado a lo largo de la historia, unos pocos individuos, por intereses personales, se enfrentaron contra otros pocos, y que la inmensa mayoría de las personas se vieron envueltas en algo que no deseaban y aborrecían. Sí, hubo quien participó activamente siguiendo sus ideas, y también hubo quien, aprovechando la coyuntura, ajustó cuentas a su manera. Los que vivimos en pueblos sabemos perfectamente que hubo gente, en algunos casos con nombre y apellido, que se sirvió de la guerra para solucionar conflictos de lindes que venían de muy atrás, vengar resentimientos que venían arrastrando de generaciones anteriores, o simplemente perjudicar a aquellos a los que odiaban por los motivos más variopintos, etc. Y esto se dio en ambos bandos, lo de menos era la ideología, lo de más la satisfacción personal.
Pero, de repente, todos los españoles que vivieron la guerra, se han convertido en una masa informe, un conglomerado que se redujo a dos: buenos y malos, sin más y ese reduccionismo es el imperante a día de hoy, en 2011, 75 años después.
Querida madre, si te sirve de consuelo, no todos somos así.
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